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20 mar 2012

¡¡¡¡¡¡Colonoscopia una historia real!!!!!!!

Hay exámenes que son orribles de por si, pero hay otros peores, aquellos que van acompañados de todo un ritual que se convierten en un calvario. La colonoscopia es una de ella. Fuera de lo invasivo y traumático que es, todo lo que lo precede es desagradable, diga lo que diga nadie, aún los amantes de las emociones ‘fuertes’.  

Quiero compartir con ustedes la historia de Julio Cesar, alguien que experimentó el examen de la colonoscopia y quien decidió compartir su testimonio con otros, espero que esta experiencia sea en realidad una advertencia para cuidar mas nuestro cuerpo y para prestarle mayor atención de la que le damos por el momento.

   Hace tiempo sufrí un percance en mi trabajo. Estaba yo de lo más tranquilo cuando comencé a sudar, a sentir un malestar indefinido, como cuando uno amanece enratonado de tanto tomar caña, pero no tan fuerte y sin una causa tan aparente. Era un malestar… de esos que no se haya como describir, y que uno atribuye a una baja del potasio o del sodio (sin estar nunca muy seguro de qué significa eso). El caso es que estaba sintiéndome mal cuando comenzó la taquicardia, pensé en dirigirme a mi oficina y sentarme hasta sentirme mejor, pero todo se puso oscuro y cuando desperté había un gentío rodeándome, todos preguntándome qué tenía, que sí había comido antes de ir a trabajar o sí estaba enfermo.   
   ¡Dios, fue tan incómodo! Yo habría preferido mil veces desmayarme en la calle y no ahí. Todo el mundo lo comentó, y hubo preocupación en unos, y gran diversión en aquellos que me echaron broma hasta que se cansaron. En Venezuela se hace un chiste de todo, aún de un viejito que cae por unas escaleras. Y la cosa tuvo cola, porque como dos años después, en un pasillo me encontré con una jovencita muy bonita que me miraba y le pregunté si nos conocíamos, a lo que respondió: si, yo estaba pasando cuando usted se desmayó aquel día. Esa vaina como que iba a perseguirme toda la vida, pensé. Lo extraño, cosas inexplicable para mí, fue que cuando abrí los ojos, vi a mi alrededor a gente conocida que llevaba hasta años sin haberlos vistos, que ese día en especial iban al edificio por una u otra causa.   
   Todo el mundo me indicó a qué médico ver y al final fui con un internista que me diagnosticó con pruebas usuales de sangre, heces y orina que tenía bichos: la horrible, desagradable y maldita amibiasis. ¿Cómo la contraje? ¡Misterio!, aunque soy de los que comen porquería en las calles, los perros calientes al lado de un basurero saben siempre mejor que aquellos hechos en casa, y esa es una de las grandes verdades de la vida. Me mandaron un tratamiento largo, y al final que me hiciera un ecosonograma hepático y una colonoscopia. Como gente normal, en cuanto me sentí bien y no apareció rastro de nada ni en sangre o heces, no me hice nada más. Pero al tiempo volví a sentirme mal, y me detectaron otra vez los parásitos esos, que al parecer no estaban muertos sino que andaban de parranda.   
   El tratamiento fue más duro y me ordenaron, casi con una orden judicial, que tenía que llevar la próxima vez el eco y los resultados de la colonoscopia. Al parecer los bichos se van al hígado o al colón y hacen su nido, actuando como un arrecife de coral, creando cáscara sobre cáscara hasta que lo destruyen todo (Dios, ¡que imagen tan asquerosa!). El eco hepático no fue problema, más bien me dio algo de risa por las cosquillas en la panza. Ah, pero la colonoscopia si que fue otra historia, una donde se aplica la canción aquella de: érase una vez una historia de amor, ahora es sólo un cuento de horror…   
   Lo primero que molesta es que te hacen llegar a las doce del día al servicio de Gastro donde hay como quince tipos más, todos para lo mismo, y te dicen desnúdese todo, y tenga esta bata. A mí no me gusta mucho quitarme la ropa delante de otras personas, y menos delante de tantos extraños. Sé que hay sujetos que no aguantan dos pedidas para desnudarse, como si tal cosa, y eso que hablo de gente normal, panzona o no tan bien dotada en ciertas partes; pero para mí es incómodo. Creo que no me sería fácil ni aunque tuviera buena pinta. Pero en fin, hay que quitárselo todo y te dan una bata corta, para gente menos corpulenta que uno y con la abertura hacia atrás. Y uno tiene que ir agarrándosela para no mostrar el culo antes de tiempo. Eso pasa a las doce del mediodía, y llegan las tres de la tarde y todavía no te llaman. Al final dicen tu nombre y tienes que salir de ese cuarto, cruzar un pasillo lleno de gente, y como treinta metros más allá está el salón, y todo ese trayecto lo haces agarrándote la bata con la mano.   
   Llegas al cuarto y te dicen que te tiendas de lado en la camilla, que estés tranquilo que eso no dolerá ni sentirás nada, como si esos metros de manguera (lo parecen) al entrar no produjeran nada. Es como si pensaran que es costumbre de uno meterse cosas así por ocio, para pasar una tarde aburrida sin nada mejor que hacer. Otro detalle que no falla es la enfermera afable que te sonríe, y no se sabe si es porque, con los nervios, a uno como que se le encoge más el amiguito y ella piensa: pobre tipo. Y allí estás tú, recostado de medio lado, como Miranda en la Carraca, intentando no pensar ni sentir nada mientras te inyectan, untan y penetran, igual a lo que ocurre en ciertas discotecas de Caracas con las drogas de la violación, que ahora usan en todo el mundo: te sedan en la barra, te lo escupen en el baño y te joden sin más, de broma no te dejan un teléfono por si quieres que se repita; ¡se han vuelto tan descarados! En esa mesa uno intenta parecen indiferente y lejano, no vaya a ser que se lance un jadeo que pueda ser malinterpretado.   
   Pero con sinceridad, es horrible. Y eso dura y dura mientras el médico te va enseñando este recodo o aquel, como si en verdad uno quisiera verse el colón por dentro. O por lo menos yo; a mí todo eso no me podía dejar más frío. Lo único que me preocupaba era que fueran a encontrarme una supe colonia de bichos o algo así. Que no los hubo, gracias a Dios. Si el médico supiera que en lo único que se puede pensar en todo momento es: ¿cómo harán para lavar esta manguera? Uno no es tan ingenuo como para creer que el perol es nuevo de agencia; y aunque me dijeron que había un gel y líquidos especiales, la imagen de una camarera, molesta y mal encarada, con un tubito de agua y un trapito inmundo, pasándolo una sola vez sobre la manguerita (que en un momento dado se le escapaba y le cae sobre una pierna haciéndola gritar e inyectarse antibióticos), no abandonaba tu cabeza.   
   Para terminar, no describiré el proceso en sí, que cada quien lo descubra a la antigua (¡sorpresa, sorpresa!), debo decirles que la mente humana es extraña y compleja. En medio de toda esa operación, y sin saber por qué o cuándo, me puse contemplativo. Casi filosófico, diría yo. De verdad, por razones que no entiendo, me puse a cavilar sobre… el amor. No sé por qué motivo recordé algo que me habían dicho algunas amigas, y uno que otro tipo también: que a veces, el amor duele…

Julio César.

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